–“Cumpliré con mi deber”, pensé en silencio, aunque la voz interior resonó en mis oídos como si la hubiesen pronunciado a coro en cada rincón del pueblo.
–“Cumplirás con tu deber”, me había anunciado Virgilio siete años atrás. –“Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”.
El alba prometía un día brillante, pero nadie en aquel lugar apartaba los ojos del suelo. Los rayos de aquel sol aún incipiente sólo servían para hacer brillar la piel congelada de mis manos. Aún abstraído en el recuerdo de las palabras de Virgilio, caminé unos pasos hacia el centro de la plaza, seguido por cientos de ojos. Cuando abrí los míos sólo vi al alguacil que sujetaba al que iba a morir. Me costó identificar a un hombre entre aquel amasijo de barro y tela. Ese bulto se revolvía en el suelo y murmuraba y chillaba alternativamente frases que no entendí.
Fue rápido. Nunca sabré si el valor me habría abandonado si se hubiese tratado de uno de mis paisanos en lugar de aquel forastero. Vi como clareaba por la parte de La Salceda cuando tras levantar mi brazo, lo bajé de golpe clavando el cuchillo en su corazón. El hombre dejó de temblar y exhaló un suspiro a la vez que una bocanada del aire fresco de la mañana penetraba en los pulmones de los espectadores.
No hablé, no miré a mis vecinos, no volví a casa. Solo, caminé sin soltar el cuchillo, errático, sin rumbo fijo. No recuerdo mucho de aquéllas horas, pero sería casi mediodía cuando terminé de abrir un agujero en la tierra y abandoné allí el puñal con el que acababa de extinguir una vida.
Al regresar a la aldea me crucé con algunos labradores que volvían de la faena. Uno tras otro bajaron la cabeza a mi encuentro, no sé si por respeto, como hasta entonces, … o por simple miedo. Sólo uno me saludó desde lejos, pero se trataba de un cacharrero que, habiendo estado ausente toda la semana, seguramente no sabía nada del ajusticiamiento.
Al entrar en la aldea no pude distinguir un solo sonido que hiciera pensar que allí habitaban casi quinientas almas. Pasé de nuevo por la plaza pero no fui capaz de mirar allí donde los cuervos graznaban. En ese momento volví a pensar en Virgilio, el anterior juez, y deseé que estuviera a mi lado para preguntarle cuánto dura el desasosiego.
¿Por qué un cuchillo? ¿Era un ladrón tal vez?
ResponderEliminarMe gustan tus relatos, :)
este es un poco duro, pero supongo que este tipo de episodios también se produjo en Collado a lo largo de los siglos. Hubo un tiempo en el líder del pueblo era jefe, juez y ejecutor.
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