Silba el viento
aquí fuera. Su temperatura es aún soportable pero también trae un martirio
continuo para unos oídos que ahora recuerdan cómo comienzan aquí los inviernos.
Todavía en agosto, los días se hacen cortos y con la noche viene el fresco;
cuántas veces nos hemos arrimado a la lumbre comunal notando como el otoño pasa
suavemente por nuestra espalda camino de otra región. En Castilla, nueve meses
de invierno y tres de infierno dicen, nunca oí nada de otoños ni primaveras.
A lo lejos diviso a
Jacinto. Desde hace meses se le ve solo, siempre a lo lejos, evitando el
contacto con cualquier otro habitante del pueblo. Sale de su casa al alba y
regresa de anochecida, evitando la calle principal, con la cabeza gacha y
arrastrando los pies tras la yunta. Sus casi 28 años parecen haberse triplicado
y en el oscilar de su cuerpo se adivina la cadencia triste con la que caminan
los ancianos. Nada queda ya de aquel que tocaba el tamboril en la fiestas del
pasado octubre y como ese invierno que llega, el paso de Jacinto enfría el
ánimo de los que le ven pasar camino de su casa.
Este año Dios no ha
mirado a nuestra comarca, al menos no lo hizo hasta que le tocó mostrar el
camino al otro mundo a muchos de los nuestros. Primero, el regreso de los
milicianos, muchos menos de los que se fueron hace casi tres años. Luego, la
muerte del primer contagiado, seguida de otras muchas. Un pueblo tras otro,
lleno de enfermos y en algunos casos, como en el nuestro, lleno de muertos. En
casa de Jacinto sólo queda él. Su padre, sus dos hijos, se fueron en silencio,
sin quejarse. En la más terrible de aquéllas noches se le oyó gritar como sólo
alguien que se convierte en espectro viviente puede hacerlo. Estaba sólo, en
medio de la calle, con su hija inerte en sus brazos.
Desde entonces
nadie había oído su voz. Dos estaciones en silencio hasta que hace tan sólo una
semana se decidió a hablar. Pasó a mi lado y sólo dijo -“Miguel, no puedo
olvidar, no puedo dormir, no puedo …” y volvió a caer en su mutismo. He
intentado hablar con él, animarle. Es mi deber como amigo y pariente, pero no
hay manera. El Jacinto que conocí ya no habita en ese cuerpo.
Han pasado los días
desde aquellas parcas palabras y no puedo pensar en otra cosa. Creo que la
desesperación de mi primo está afectándome tanto o más que al resto del pueblo
y necesito ir a hablar con él. Ahora.
La familia de
Jacinto siempre ha vivido en una casa grande, de las pocas construidas en
piedra que hay en Collado. El “castillo” la llaman. Dicen los viejos que un
antepasado de Jacinto fue rico, y que dejó a su muerte mucho ganado y hacienda.
Por desgracia, de aquello sólo queda la casa, y una inscripción en su arco de
entrada donde se lee mal que bien la fecha en la que fue construida en 17*7 y parte de una frase “ut
plac*** deo hominibus”. A Jacinto ya no le enorgullece que su casa sea la
envidia del pueblo, no ahora que la habita una mortaja de soledad …
-
¡! Jacinto ¡!
-
¿andas por ahí, primo?
La casa parece
cerrada así que la rodeo hacia la parte de atrás. Del pequeño establo llega un
sonido rítmico y allí me asomo.
-
Hola primo, ¿qué estás
haciendo?
-
A tomasín le gustaban mucho –dijo
en un hilo de voz- y aunque ya no esté aquí, es lo único que puedo hacer por él
ahora.
-
En sus manos tiene
una pequeña navaja y está tallando un animal de madera. Es sorprendente la
delicadeza con la que esas manos rudas sostienen al pequeño animal casi
terminado. A sus pies, hay más figuras: un caballo, una vaca, una cabeza de
conejo. En mi casa hay varias muy parecidas, todas ellas fabricadas por Jacinto
para mi hijo Fernando. Él también está triste por la pérdida de sus amigos y
nuestros intentos por animarle no han resultado muy fructíferos. Se me ocurre
entonces que …
-
Quiero que me ayudes con algo,
Jacinto.
-
¿Ayudarte? ¿yo? –dice sorprendido
-
Sí, quizá te preguntes cómo el tío
más deprimido del pueblo puede ayudar al más optimista pero sí, te necesito –le
digo con voz seria.
-
¿qué pasa, has venido a reírte de
mí, Miguel? Si es así prefiero que me evites como el resto del pueblo.
–responde desafiante.
Me quedo callado un
momento y agarrándole suavemente del hombro le digo:
-
no es nada de eso Jacinto. Te
necesito para que ayudes a mi hijo. Quizá pienses que no eres la persona más
indicada, pero yo estoy seguro de que sólo tú eres capaz de sentir lo que
Fernando siente, y te pido que me ayudes a levantarle el ánimo. No eres el
único al que la muerte de tu hijo ha sumido en la tristeza.
-
Estás loco –dice Jacinto. ¿Qué
quieres? ¿qué le destroce aún más? Sólo soy un cadáver viviente que sólo puede
traer desgracia. No cuentes conmigo.
-
Pero … -trato de argumentar
-
No hay peros, primo. Ve en paz y déjame
con lo mío. Los muertos no se deben juntar con los vivos.
Estaba yo echando de menos estos relatos en tu blog, es como si comenzara una nueva andadura melancólica del invierno y me gusta, ¡coño, si me gusta!
ResponderEliminarese estilo triste que no se me va ... definitivamente no triunfaría en la opereta
ResponderEliminarMe guuusta!!!! melancólico sin duda, pero más parece por tu morriña preinvernal que por tu espíritu habitual..... Esperando quedo a la segunda parte!
ResponderEliminarPD. Por cierto, lo de "if !supportLists]-->- ¡! es por tu estancia londinense???