Por fin, el agua. Llevábamos muchos meses sin oler el aroma
del aire mojado. Desde la parada del autobús veo la montaña borrosa, diluida
bajo el aguacero. Aún faltan casi 15 minutos para que llegue “el Correo”, eso
si llega puntual. El pensamiento va y viene durante la espera y me entretengo
mordisqueando la manzana que he cogido del árbol de tía Eugenia hace un rato. ¡Está rica! No lo esperaba pues casi siempre son algo
ácidas en esta zona. Supongo que el largo verano ha colaborado y por este año
los frutos son más dulces de lo habitual. Siempre me he preguntado a quién se
le ocurriría plantar este tipo de árboles en una zona con un clima tan hostil.
Desde luego, yo he visto el árbol ahí toda mi vida, y siempre oí que la casa de
mi tía perteneció a la familia desde siempre. ¿Plantaría el manzano alguno de
mis antepasados? ¿Quién sería? ¿pensaría que iba a durar tantos años, hasta un
tiempo en el que uno de sus familiares remotos pensase en él o en ella gracias
al árbol?
Oigo un motor y tras la curva aparece el autobús. No hace
falta que le haga señas, pues Nico, el conductor, sabe ya de memoria donde hay
pasajeros esperando.
- hola Nico -saludo
- hola Andrés, ¿otro día de lluvia, eh?
- sí, ya se necesitaba -respondo, calcando el argumento que
Nico oirá tantas veces a lo largo del día de hoy.
Me siento justo en el penúltimo sitio del lado del
conductor. Siempre elijo el mismo lugar. La mayoría de los pasajeros son los
habituales y también están sentados en los mismos sitios. Rutinas de pueblo
entre semana. Conozco a casi todos, Pedro, el de Barraca, jugué a fútbol de
pequeño con él y con su hermano. El tío Mero, de Salvaguardia; ahora está
jubilado pero fue un ganadero importante, y quien compró las últimas vacas a mi
abuelo hace ya muchos años. Siempre me sonríe pero no recuerdo haber oído su
voz jamás. Las únicas que suelen romper el silencio del autobús son las tres
chavalas que vienen de El Menar, pero sólo cuando vuelven del instituto. Ahora, en el trayecto de ida, van medio adormiladas, apoyadas las cabecitas contra la ventana. Les imito y noto el frescor del cristal en la cara. Al otro lado, las gotas
deforman el paisaje y mi cabeza vuela de nuevo hacia el hipotético pasado de
Collado Hermoso.
Pienso de nuevo en mis antepasados, y dibujo en mi cabeza la
escena en la que algunos de ellos plantaron el manzano de tía Eugenia. Me
gustaría imaginar que lo disfrutaron haciéndolo, aunque la verdad no creo que
en aquella época las cosas se hicieran por ocio o pasatiempo. Los abuelos
contaban que cuando ellos eran pequeños la gente no lo pasaba nada bien. Había
hambre, y las enfermedades diezmaban la población de la aldea de cuando en
cuando.
Sé que me he quedado dormido con el calor del autobús, pero
no quiero despertarme. Me veo a mí mismo ayudando a dos personas en la
plantación de algunos árboles, uno de ellos el manzano. Hay un niño a mi lado que me mira divertido, como si el encontrarme allí no le extrañase.
- Quédate con nosotros -me pide
- Claro -le digo sin pensar. Una extraña sensación pero a la
vez familiar me rodea. Es como si conociese a esta gente de algo.
- ¿Cómo te llamas, chaval? -pregunto, tratando de averiguar
más sobre el chico.
- Me llamo Fernando. Fernando Sanz. -dice orgulloso
- ¿Sanz?, yo también me llamo así, Andrés Sanz. - y mientras
se lo digo, el chico asiente con naturalidad.
- Ya lo sabía, hombre - y ríe. -Mira, ¡estos son los que vamos a plantar! y me muestra unos plantones jóvenes, mientras me cuenta cómo su tío y él han bajaron las semillas desde un árbol muy viejo que crece en medio del bosque, allá arriba, en la montaña.
Siento que este niño sabe mucho más que yo, a pesar de que
debo sacarle veinte años.
En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.
En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.
- Ya está bien, Fernando. Deja de hablar solo y ayúdame que
tenemos que terminar de plantar el manzano.
El niño me mira y me guiña el ojo, mientras señala a la mano
donde sostengo los restos de mi manzana, la que cogí esta misma mañana. Ambos se
alejan unos pasos y comienzan a cavar rítmicamente un hoyo para depositar un pequeño arbolillo.
Conozco el paraje donde cavan. Es un huerto, el terreno donde hoy se
levanta la casa de mis abuelos, aunque faltan muchos edificios de los que se
levantan hoy. En su lugar, unas casitas de adobe, encaladas de un color que
quiere ser blanco, forman un grupo compacto. Algo más allá, una casa de piedra,
con una inscripción en el dintel de entrada. No la leo bien.
Despierto contemplando el corazón de la manzana que aún
tengo en la mano. Supongo que después de este sueño estoy casi obligado a
plantar sus semillas. ¿Seré capaz de hacerlas germinar? Bueno, no vivo de la
tierra, como los antiguos, pero plantar un árbol no ha de ser tan difícil. Sí,
lo haré. Lo haré por ese Fernando de mi sueño, y por el árbol de la montaña,
donde parece que comenzó todo.
¡Vas a tener que pasar a la novela corta! Me gusta mucho esta trilogía.... ayyy esas vaquiñas, ;)
ResponderEliminaruf, eso de la novela debe dar mucho trabajo. Prefiero divertirme con los relatos cortos.
ResponderEliminarComo la azada esté doblada ya verá si cuesta plantar un árbol por estas fehas...
ResponderEliminarMu bonitos los relatos, el que más me gustó fue el primero, así que ya sabes, tú a por lo triste.
Anonadada me dejas........Enhorabuena !!!!! y gracias por regalarnos tus pensamientos...bsssssss
ResponderEliminarpienso igual que tú Sato,desde luego lo que mejor se me da es el tema melancólico. Esta vez estoy contento con el resultado del tercer capítulo pero aún no soy capaz de crear diálogos interesantes.
ResponderEliminarGracias por leerme Zorrita Carrasca!!